La Globalofobia
En la década del´90 se hablaba de la globalofobia como un movimiento antisistema en el que se cuestionaba el poder hegemónico. En la actualidad, el término volvió a aparecer en escena pero esta vez impulsado por las economías desarrolladas. ¿Será una nueva etapa evolutiva del mismo sistema para mantener el orden mundial?
A grandes rasgos podríamos definir a la globalización como el fenómeno que consiste en integrar las economías nacionales a un único mercado capitalista mundial.
Muchos argumentan que este proceso ha comenzado con mayor ímpetu luego de finalizada la segunda guerra mundial, con la creación de la Organización de las Naciones Unidas en octubre de 1945. La ONU persigue varios fines, entre ellos, el desarrollo económico y como figura supra-nacional dio el marco de derecho internacional para la creación de un mercado único. La globalización iba a permitir que todos los mercados nacionales se desarrollen e incluso el concepto de país en vías de desarrollo se correspondía con la tesis de que las economías subdesarrolladas tendrían tasas de expansión mayores que las desarrolladas cerrando la brecha a través de los años.
Sin embargo, justamente en este punto, la historia reciente ha demostrado que no hubo grandes avances. Los niveles de pobreza, la seguridad y la salud de las economías en vías de desarrollo no han mejorado sustancialmente en las últimas décadas. Desde este enfoque, se entiende el surgimiento de movimientos sociales que critican con dureza el orden mundial y que acusan a la globalización como un proceso injusto que beneficia a las grandes multinacionales y a los países más ricos, abriéndole nuevos mercados para que ellos puedan vender sus productos y servicios, mejorando sus demandas y dando nuevas expansión a sus tasas de crecimientos. El economista español José Luis Sampedro define la globalización como la “constelación de centros con fuerte poder económico y fines lucrativos, unidos por intereses paralelos, cuyas decisiones dominan los mercados mundiales, especialmente los financieros, usando la más avanzada tecnología y aprovechando la ausencia o debilidad de medidas reguladoras y de controles públicos”.
Las críticas antisistemas fueron aún más lejos que la esfera económica y acusaron a la globalización de tener efectos sobre la cultura e identidad nacional. La tesis de esta crítica postula que la relación de fuerzas entre las economías desarrolladas y las subdesarrolladas es tan desigual que favorece al imperialismo cultural afectando inclusive la identidad particular de cada pueblo.
Como conclusión la globalofobia de los `90 era un movimiento con una crítica explícita a la desigualdad de fuerzas entre las economías desarrolladas, con grandes multinacionales, y las economías en vías de desarrollo. Se criticaban las influencias de dominación que ejercían unas sobre otras, acentuando la pobreza del trabajo y
la consolidación de un modelo de desarrollo económico injusto e insostenible.
Actualmente, el concepto de globalofobia sufre un nuevo empuje. Sin embargo, el cuestionamiento al mercado global no proviene de las cítricas sociales surgidas en las economías en vías de desarrollo, sino justamente por corrientes políticas dentro de los países desarrollados.
La nueva Europa
En enero de este año se reunieron los líderes de la ultraderecha europea: Marine Le Pen por Francia, Geert Wilders por Holanda, Frauke Petry por Alemania y Matteo Salvini por Italia. El motivo de la reunión, declarar la muerte a la Unión Europea.
¿Por qué atacar este símbolo de la globalización? La respuesta nuevamente nos conduce a la historia reciente. A partir de los atentados del 11 de setiembre de 2001 y de la crisis de Lehman Brothers, los países desarrollados vienen sufriendo dos cosas: Por un lado, reiterados hechos terroristas en sus principales capitales; y por el otro, bajas tasas de crecimiento para sus economías. En el caso particular de Europa, estos movimientos encuentran cabida en una sociedad que teme por su seguridad y por su trabajo.
No es casual entonces que busquen referentes con una fuerte impronta paternalista que los defienda de los males extranjeros y prometa reflotar sus economías. El resurgimiento de los nacionalismos se da en un contexto de recepción masiva de refugiados e inmigrantes. Es común encontrar en sus discursos, argumentos en los que se preguntan porqué los recursos de los italianos, holandeses o alemanes recaudados a través de impuestos deben ser destinados a contener las necesidades de habitantes de otras naciones. De hecho, Marine Le Pen (candidata a presidente de Francia en las próximas elecciones) aseguró que el patriotismo no es una política del pasado sino más bien del futuro. Declaraciones que se vuelven xenófogas sobre la base de los ataques terroristas que han sufrido recientemente. Se argumenta que individuos pertenecientes a células terroristas se funden en la masa de inmigrantes para entrar a países europeos.
Cabe desatacar que el resurgimiento de los nacionalismos se da en un ámbito de miedo real. Las sociedades europeas temen por su seguridad y la visión paternalista sugiere defender a los suyos. Pero para defender a los suyos, deben existir “los otros“ que son malos o parte de un mal mayor. En este contexto el problema radica en que “el otro“ pasa a ser el enemigo. Las consecuencias nefastas que pueden tener los nacionalismos ya se las conoció hace 80 años. Justamente, con la experiencia del nacional socialismo de Hitler que terminó en la segunda guerra mundial y el Holocausto.
Como condicionante de su pasado reciente, es justamente la líder alemana Frauke Petry la que habla de avanzar hacia una Europa de naciones pacíficas, soberanas y respetuosas sobre la soberanía de cada estado miembro.
Make the America great again
Del otro lado del Atlántico, Donald Trump (presidente electo de los EEUU) no tiene un discurso muy distinto. “Make the America great again”, su eslogan de campaña, afirma que los intereses de los Estados Unidos deben estar primero, que su país dejaría de financiar a otros y que recuperaría la soberanía perdida.
Según Trump, la industria será la responsable de garantizar la estabilidad laboral a los americanos. Incluso, él mismo ha influenciado a grandes marcas automovilísticas como Ford y General MotorS para que sus plantas productivas se radiquen en USA, con la amenaza de que los aranceles a la importación serían tan elevados que perderían la posibilidad de ser competitivos para vender en el mercado americano. La respuesta de las automotrices fue levantar sus planes de expansión en México e instalar sus plantas en los EEUU. En su visión nacionalista, la demanda interna es lo suficientemente fuerte como para sostener la expansión de su economía sobre la base de ella. Adicionalmente, Trump afirma que no está contra el libre comercio, sino más bien contra el “comercio estúpido”. Es por ello que pretende destruir todos aquellos multiacuerdos internacionales para iniciar una etapa de acuerdos bilaterales que tengan como objetivo priorizar Estados Unidos.
Como conclusión, pareciera que el nuevo empuje antiglobalización dista mucho del que sostuvo el movimiento en los `90. No se observa un movimiento antisistema, sino justamente una respuesta por parte de las economías desarrolladas por garantizar su propia prosperidad. El resurgimiento de los nacionalismos tiene que ver con una disconformidad en la evolución de las tasas de crecimiento y de sus mercados laborales. En un contexto de inseguridad, la idea del otro/enemigo puede tener grandes implicaciones. Esperamos que no se justifiquen nuevos ataques bélicos o que se busque nuevamente el desarrollo de la industria armamentística como salida de una crisis generada en el seno de sus propias naciones.